09 marzo 2011

Coincidencias tan extrañas de la vida

Hablar de la casualidad tal vez sea el pretexto perfecto para hablar de ti y es que al parecer, nada está escrito y aún con mis deseos fervientes e instrucciones claras en mi cabeza y obviamente por parte de mis amigas que me ruegan no verte por el resto de mi vida. Llegaste así, por casualidad, mientras saboreaba la lectura con la mirada fija en un libro, audífonos puestos, música clásica para extraerme del mundo, pero no fue suficiente, no lo pude evitar, el aire olía a ti.

Salí tarde de casa, para variar, no me parecía para nada divertida la idea de ir a trabajar. Los lunes son uno de esos días en los que por más que te mentalices las cosas no cambian, siguen aburridas y obsoletas. Caminé lento, no quería llegar a la estación de tren, y cómo un flechazo divino me llegó un recuerdo, no había comprado las pastillas, hay tiempo suficiente para hacerlo después, me decía responsablemente mi cabeza, sin embargo, no la escuché, preferí hacerlo hoy, tenía el tiempo encima pero eso no importó, sólo tenía que desviarme un poco y perder cinco minutos, quizá menos.

Salí de la farmacia y ya no había nada que me impidiera huir del destino, era el primer paso que me ponía rumbo al trabajo, subí las escaleras y lentamente vi aproximarse mi tren, tenía el dinero exacto en la mano, si corría un poco tal vez lo alcanzaría, pero preferí no perder la elegancia que deseo me acompañe con dignidad,y lo dejé ir, ya vendrá el próximo.

Bajé lentamente las escaleras, no vaya a creer el operador que quiero subirme y espere como a muchos con el sonido chillante aquel que indica que te apures o se va y te deja con la nariz pegada en la puerta. Se fue, creo que entendió mis razones. Camino casi hasta el fondo del andén, es mi lugar predilecto, desde que tengo uso de razón escojo el mismo lugar y obligo a cualquiera que venga conmigo a que haga lo mismo.

Sentada en el piso, saco mis audífonos y escojo música relajante, perfecta para ser acompañada de un libro de crónicas como el de Mario Vargas Llosa que traigo en la bolsa conviviendo con la libreta de tareas y la agenda personal, qué historias se habrán contado ya.

Me sumerjo en la historia y me olvido por unos momentos del exterior, hasta que llega el tren, impávido y violento, con la presencia necesaria para obligarme a abordarlo. Me siento en el área de  siempre, al frente, en la segunda silla al lado de la puerta, lo haría en la primera si pudiera, pero respeto el color amarillo diseñado para otros que no son yo. Ignoro a los que me rodean son solo personas más en la decoración del vagón, continúo en lo mío, no hay nada que pueda distraerme.

En menos de treinta segundos se abren de nueva cuenta las puertas, hemos llegado a la siguiente estación, que tedio, aún faltan otras cuatro estaciones para llegar a mi destino, no es necesario levantar la mirada para orientarme, hoy no quiero socializar, me limito a no levantar la mirada y seguir con lo mío.

Pero entonces, algo pasa, el corazón me da de tumbos y se acelera, hay algo en el ambiente que me impide respirar, que me extasía al límite y hace pasar ante mis ojos los momentos más sensuales de mi vida. Alguien se sienta junto a mí, no veo su cara pero su olor me es tan familiar, ese olor a cita de medianoche en el parque cercano a mi casa, huele a almohadas limpias y a abrazo fuerte, huele a mí llorando sobre un hombro protector o a diversión sobre ruedas por las calles empedradas de la colonia. Mi estómago se revuelve, no sé si de emoción o de miedo, miro los zapatos de mi vecino de asiento, son unos tenis de color plata y detalles en azul, desgastados cruelmente y con las cintas perfectamente anudadas, una mano fuerte y conocida golpea delicadamente mi libro –me estás espiando verdad-.

Era aquel hombre que un mes antes terminó conmigo una relación de más de ocho años, aquel que aún me eriza la piel y que me cuesta tanto sentir lejos e inalcanzable, aquel que aún me manda mensajes por las noches para desearme dulces sueños y que sigue al pendiente de lo que me pasa o de quién pasa, aquel mismo que según sus razones, necesita tiempo para él y para su carrera, tiempo de distancia para saber si soy la indicada para quedarse en sus sueños por el resto de la vida, tiempo para conocer algo que ni él mismo sabe si exista.

Sonrío y divertida le digo –¿cómo te diste cuenta?- de un solo impulso cierro el libro sin dejar el separador donde debería, le doy un beso rápido en la mejilla, estoy dispuesta a escucharlo y él no hace otra cosa más que sonreír. Ahora puedo elevar el rostro y mirarlo a la cara, observo uno de sus audífonos colgando de la oreja, seguro que trae su ipod nuevo, el que compró gracias a las múltiples peticiones que le hice, que está bien padre, que te va a gustar, que te servirá más que el MP3 que traes, el mismo que bauticé con una lista de canciones románticas y representativas, y que regresé a su dueño junto con un beso intenso de bienvenida. Mete la mano al bolsillo derecho de su pantalón y saca un artefacto pequeño, efectivamente, era el mismo.

-¿Cómo estás?- quizá sea la pregunta común en estos casos pero no supe que más decir para romper el silencio, había tantas cosas que soñaba contarle, todo lo que me había pasado últimamente y que por orgullo evité llamar a su casa para hacérselo saber. Las respuestas fueron cortas y bien estructuradas, pero daban pie a más preguntas, para mi fortuna esto evitaba los incómodos silencios que no quería que ocurrieran.

Las puertas seguían abriéndose, ahora más rápido que al inicio, una vez más desee no ir a trabajar, quería que ese momento fuera eterno, -vas tarde a trabajar- me dijo, -y tú vas tarde a la Universidad- ahora éramos dos huyendo de las responsabilidades. Tomó el libro que cerré segundos antes y que aún permanecía en mis manos, sus dedos largos y varoniles rozaron los míos, pequeños y temblorosos. Recordé que mis uñas estaban desteñidas, y es que infantilmente me dediqué a quitarles el esmalte con los dientes algunos días antes y así como otras personas, siempre condenó mi gusto culposo por morderme los dedos. Encogí los dedos y los oculté lo mejor que pude, pero después de casi una década es difícil engañarlo, tomó mi mano y la extendió en la suya, -hay niña, no te da pena- mi cara lo dijo todo,  no lo podía disimular.

Se acercaba el momento, mi destino era inevitable y ahora el silencio prolongaba mi angustia, estaba a punto de llegar a la estación y mi acompañante me lo recordó con un codazo en las costillas, mi risa surgió y la suya también, eso lo hacía siempre después del sepulcral silencio de una riña o cuando el tema de conversación no daba para más, siempre con el mismo objetivo, quería hacerme sonreír.

Tomé mis cosas y las guardé rápidamente, voltee de nuevo mi cara hacia él y le desee suerte, un beso en la mejilla dio fin al cruce de palabras, me levanté del asiento, avancé un par de pasos y miré lo que había dejado atrás, él seguía mirándome y seguía sonriendo, regresé con un impulso de felino, tomé su rostro entre mis manos y besé lentamente sus labios, él levantó una de sus manos y tocó mi cabello mientras con la otra detenía autoritariamente el tiempo.

Separándome de a poco abrí los ojos y él lo hizo después, sonrió y me dijo adiós con la mirada, caminé sin hablar hacia la puerta que sólo esperaba por mí para cerrarse, salí del andén, subí las escaleras corriendo, no sé en qué momento salí del subterráneo y llegué al parque, continué la carrera hacia la parada del camión, mi corazón palpitaba fuertemente, no lo podía creer, me sentía como adolescente besando al niño más popular de la escuela, hace un mes lo besé también y no sentí esto, estas ganas inmensas de no dejar de sonreír.

Llegó mi camión y lo abordé de un brinco, no tenía control de mí, todo parecía confuso, traté de controlarme antes de llegar a trabajar. No quería que mis compañeros me invadieran con preguntas que no podía ni quería contestar. 

Cuando mi corazón en medio de los recuerdos y sobresaltos logró reponerse, y a tan sólo un timbre de bajar del autobús, algo en mi bolsa me llamó a gritos, era mi celular que proclamaba a los mil vientos la llegada de un mensaje, tenía el nombre innombrable por remitente y la misma foto romántica que no he eliminado del contacto...
“Escápate una hora, te invito un café”.

07 marzo 2011

Este es el punto

En una marcha realizada en contra de la violencia en México, escuché decir a un hombre de cara chistosa que el único camino a La Paz es Federalismo, afortunadamente no es así, si lo fuera estaríamos sumergidos en un problema de tráfico tremendo. En este sentido, la Avenida Federalismo no sólo nos lleva a La Paz, sino también a Juárez, Vallarta, Niños Héroes, Periférico Norte,  a Washington, entre otras avenidas importantes y lugares concurridos, para mí sólo uno de sus destinos es importante, es la ruta que me lleva a casa.

Lleva su nombre, su alegría y su tráfico lento de Periférico Norte a Washington, un paseo por ella debería iniciar donde una modernizada estación de Tren Ligero da la bienvenida a miles de usuarios al día, ésta lleva el nombre de uno de los puntos más congestionados de la ciudad, el mismo Periférico Norte. Transporta fiel y puntualmente a todo aquel que lo aborde en un transcurso de 10 estaciones, que lástima que lo hace por el subterráneo, las personas se pierden la maravilla de los caminos arbolados y los murales que le dan colorido a la ciudad. Por eso, prefiero recorrerla en bicicleta como es el caso de esta tarde, 35 minutos son suficientes para darse una idea de las sorpresas que la calle nos prepara.

Ante la presencia en aumento de bicicletas recorriendo las calles, a alguna persona se le ocurrió la fantástica idea de crear una ciclovía, Federalismo fue la afortunada con uno de los primeros espacios para ciclistas en la ciudad que abarca de Ávila Camacho a Washington, y que más de algún despistado se la pasa por…. Por donde tenga que pasársela y se estaciona estorbando el pedazo de banqueta que no fue creado para él, pero bueno, ese no es el punto.

Salgo de Periférico tratando de esquivar los coches pues la banqueta es muy angosta y en mal estado como para pasear en ella, aún con esto sé que la civilización está llegando a los rincones de lo que antes para mí ya eran las afueras de la ciudad, conjuntos habitacionales, un campo de fútbol, un centro deportivo y una gran tienda que exhibe en sus espectaculares a varias artistas con caras sexosas presumiendo sus “bellos” zapatos que puedes comprar o vender por catálogo, esto es solo parte del inicio del paseo.

Llego a Atemajac, un pueblo mágico en la ciudad que lucha contra la civilización y mantiene a su mercado como uno de los más famosos y concurridos de la Zona Metropolitana y que por consecuencia provoca un gran caos vial, todo gracias a esas personas que corren a comprar sus carnitas y vegetales frescos, a todas horas, o mejor dicho, mientras esté abierto, y una vez más se pasan los puentes peatonales por… Por abajo, así es, por debajo del puente corren las personas cargadas con bolsas de mandado, tratando de torear a los coches  que hacen un esfuerzo por no pitar en cada semáforo, pero bueno, de nueva cuenta, ese no es el punto.

Avanzo, casi al llegar a Circunvalación la subida se vuelve más pesada, llevo pocos minutos de iniciado el recorrido y ya no puedo avanzar, paro bajo la sombra de un árbol y como todas las personas que se encuentran alrededor de mí, me detengo a admirar a los peces en el agua, y la gran vegetación del lugar. “Colomitos” se llama el manantial, está allí desde que tengo uso de razón y al igual que decenas de personas, participé en la manifestación para evitar que fuera clausurado y convertido en un Fraccionamiento más. El fraccionamiento fue construido, pero a un lado de Colomitos, lo logramos.

El arte y la cultura se hacen presentes en las calles, un ejemplo es el mural que protege y rodea como una fortaleza al Panteón de Mezquitan, caras de angustia e infinitas representaciones de la muerte y la tristeza, no logran darle un aspecto fúnebre al lugar, al contario, entre colores, y si avanzas un poco más, entre flores, no pareciera que la muerte es mala como todos dicen, al contrario es motivo de fiesta  y serenidad, motivo para detenerse a admirar, y vaya que tengo que detenerme pues uno de aquellos conductores imprudentes me acaba de bloquear el paso, bien, bien, otro día admiraremos con más calma.

A propósito de flores, compro en la florería más austera (lo hago allí con la esperanza de que esté más barato) un girasol y amarrándolo con un pedazo de rafia rosa a la canasta de la bicicleta, continúo el recorrido, me acompaña en mi paseo y se camuflajea entre los árboles que cubren las calles con su sombra y con aquellas paredes de colores, que le dan el toque urbano a la vía.

Federalismo no sólo alberga colores, flores y árboles. También es lugar de alegría y diversión, proporcionada generosamente por sus nigth clubs, centros de entretenimiento, sex shops, estéticas masculinas con final feliz y un sinfín de vinaterías que le dan el sabor a la noche y a  los accidentes en la madrugada. Y si lo que se busca es una variante para este tipo de  diversión no es necesario un motel, esa función la cumplen los baños públicos, que sí, también tiene Federalismo, pero creo, por tercera ocasión, que ese no es el punto.

No sólo encontramos diversiones malsanas, también hay un rayito de luz para los que menos tienen, y es que llegando al Templo del Refugio, construcción característica por encontrarse al centro de la Avenida, se encuentra también un albregue para transeúntes e indigentes, donde se les proporciona un lugar para pasar la noche y una mano amiga para acompañar sus penas, lugar que desde las cuatro de la tarde se encuentra repleta de hombres esperando entrar, entre trapos, mochilas sucias, y caras de hambre, cansancio y tristeza, algo muy parecido a la película “En busca de la Felicidad” de Will Smith. Divago.

No todo es malsano, ni eso, ni el famoso Parque rojo, bueno, Parque Revolución, que de su nombre original pocas personas hacen referencia, lugar donde los jóvenes se detienen de sus labores para acostarse en los jardines, fumar marihuana junto a la estación del Tren y que ha sido sede de innumerables eventos, como el sucedido este fin de semana, que sólo dejó una estructura de metal que hace unos días sirvió de vasto asiento a los espectadores del piloto de fórmula uno, pero que ahora sólo estorba a la libre circulación de los peatones, como es el caso de mi bici, que parada en la esquina y esperando poder cruzar, más de una señora le ha recordado a su mamá por dentro, por no dejarle espacio a ella también para ver los coches que se aproximan. Perdón, me fui de nuevo.

No hace falta mucho por contar, lo que sigue después, es una repetición constante del paisaje, tiendas de plásticos, mueblerías, edificios enormes y calles llenas de coches y de obstáculos en la ciclovía, de chicos haciendo malabares en las esquinas a cambio de unas cuantas monedas, otros limpiando parabrisas aventándose a los cofres de los coches, aún cuando un dedo a bordo del auto se mueve de un lado a otro demostrando su inconformidad. Más un sinfín de cosas que puedes comprar en un crucero, desde una ficha de Tiempo Aire para tu teléfono celular de cualquier compañía, lámparas, sombrillas, costales de box y hasta los discos con la música del momento que no debe faltar en tu hogar.

El recorrido termina justo en el lugar donde corren los sueños de miles de personas, personas que llevan en sus mochilas sólo sus ilusiones y desgracias, los migrantes, aquellos que se refugian a descansar antes de retomar su viaje en el carguero, mientras son expuestos a rechazos, robos y secuestros, están escondidos tras la avenida Washington, unos a la orilla de las vías, otros sumergidos en un hoyo en la pared, divididos por sus nacionalidades, pero unidos en su carencia en un mundo completamente diferente del que he recorrido por esta avenida de murales, colores y flores, pero en el que sin duda también se escriben muchas historias, y este, este sí es el punto...