11 mayo 2011

El cuerpo bajo los efectos del calor

Un par de miradas vagabundas se encuentran en este palacio urbano de luces neón, en medio de bailes seductores y música profana de media noche, el antro lleno de almas poseídas de energías juveniles, sellado, oscuro, el poco aire que se respira proviene de viscerales alientos cansados, aquellos que mecen sus alegrías al compás del sonido asimétrico de la noche, no habiendo espacio para ventilación ni ráfagas de aire fresco no queda más que inhalar hasta las ideas.

Se observan el uno al otro a través de la multitud, él admira la cadencia de sus caderas perfectamente curveadas, ella delira, juguetea con su cabello rizando con los dedos cada hilo oscuro que maquila su melena, la temperatura aumenta, las mejillas se sonrojan y las manos comienzan a sudar, él se acerca sin despegar la vista de esos labios mojados, sonríe y seca el sudor de su pecho, sabe que podrá acercarse, se lo dijo un cuello descubierto  y una sonrisa maliciosa que dice hola con cada diente.

Después de unir sus cuerpos perfumados en un baile de pretensiones explícitas, los movimientos aeróbicos cumplen su cometido, quemar cada caloría de manera exacta, transpirando hormonas y secando con los dedos el deseo que provoca la espera. La pareja sale de la pista, él la toma de la cintura y ella estiliza sus piernas a cada paso, contoneándose, plantando cada milímetro de esos tacones negros en el jardín de la sensualidad.

La noche es ardiente por sí sola, las calles secas y vacías son el punto de partida para la temperatura de los cuerpos, el nerviosismo aumenta y es incontrolable buscar una ráfaga de aire aunque venga del movimiento acelerado de una mano.

Llegan al lugar más cómodo de un departamento, la recámara gris adornada con luces tenues da la bienvenida a los visitantes quienes no ponen atención a los atavíos de las paredes, ni a la cama que perfectamente tendida espera por ellos. No cabe aquí la espera, cada segundo detona el deseo de tenerse, no hay tiempo más que para vivir.

Él va inspeccionando con sus dedos cada centímetro de ese vestido negro, minúsculo, de hombros descubiertos, donde una delgada costura vertical a los costados muestra el camino como brújula, sus manos se vuelven minuciosas y ligeras, el ritmo cardiaco aumenta, ella lo conduce hacia los candentes volcanes que emergen de su pecho, él transpira al recorrerla con sus deseos, la besa, la muerde, la cocina sazonándola con agua salada.

El ángel caído por la tentación se despoja de sus ropas deseándose ella misma e imaginándose la diosa más erótica por haber, postra sus tacones altos y puntiagudos sobre la silla más alta de la habitación, se inclina acariciando sus piernas, meciendo su cabello, esperando que él la toque y limpie con sus besos el más mínimo rastro de arrepentimiento. Sus cuerpos se unen en uno solo, el vino tinto se evapora en cada tejido, sus manos se vuelven agua dejando un rastro húmedo por doquier.

Recorren ávidamente cada espacio de esas cuatro paredes, pasando por los ásperos muros que arrugan sin piedad espaldas desnudas, marcos rígidos de ventanas y puertas que sirven de soporte y columpio para las aventuras carnales más despiadadas. Telas de seda recorren muslos, brazos, torsos, labios, librando a su paso los excesos de tormentas derramadas, los excesos de besos, los excesos de calor.

Calor, excitación, sudor, consecuencias inevitables de la enfermedad llamada pasión, el huracán de besos es bienvenido por unos labios resecos, los mismos que esperan saciar su sed de caricias, saciar la necesidad de estar vacíos y ubicados en el lugar menos pensado por las tardes. Se muerden, se rozan, se saben poseedores del otoño y el verano en sus pieles, musitan frases incomprensibles producto de la fiebre interna que los invade, temperatura que no se cura con banditas mojadas, sino con el placer del éxtasis alcanzado en un nirvana terrenal.

En cada movimiento se conquistan nuevos tesoros, se muere y resucita al mismo tiempo, se desmaya y se pone en pie, la humedad se eleva, los cuerpos se deshidratan, el golpe de calor es inminente, el ritmo cardiaco se acelera, aparecen los rasguños y las contorciones antinaturales del cuerpo, entonces, llega… Pasa… acalambra cada músculo exigiendo hasta el último gramo de sal consumido. Por un momento la respiración se detiene, el ánimo desvanece y las sombras de la ventana regresan del más allá.

La pareja se mira entre los pliegues de la almohada, sabiéndose desconocidos y distantes, no hay nada más que hacer, la ebullición ha pasado y se lleva consigo el vapor de la madrugada, se recupera la serenidad y con ella la cordura. Él se viste lentamente sin mirar atrás, su ropa tendida sobre el piso sabe que es momento de partir, de encontrarse con la piel curtida de sal, es momento de regresar a la frescura de la noche.

Dos personas que por instantes vivieron la más linda cercanía, que posaron sus recónditos secretos por encima del otro, sin pudor, sin miedo ni tapujos, se despiden fríamente sin saber siquiera sus nombres. Ella viéndose sola en la habitación, cubre su piel envolviéndola en la sábana blanca, se levanta de su lecho y camina hacia la ventana, abre aquellas puertas más altas que sí misma, asoma sus pies desnudos al balcón y una brisa fresca acaricia su cabello alborotado, enfriándole el rostro y mojando sus labios.

Entonces recuerda aquel revoloteo de mariposas sobre el volcán, aquellas manos recorriéndola sin precaución, viene un escalofrío, una sonrisa coqueta y un suspiro pausado, cierra los ojos y está de nuevo en una situación distante, la imagen de un hombre sobre ella sonroja sus mejillas mientras que el calor desafía bravío a la impertinente frescura del balcón, las manos, los pies y el rostro se congelan al contacto con la noche, mientras que el calor vuelve sin respeto a asomarse bajo las arrugas de la sábana, una sábana que aún conserva el olor sensual del sudor.

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