Hablar de la casualidad tal vez sea el pretexto perfecto para hablar de ti y es que al parecer, nada está escrito y aún con mis deseos fervientes e instrucciones claras en mi cabeza y obviamente por parte de mis amigas que me ruegan no verte por el resto de mi vida. Llegaste así, por casualidad, mientras saboreaba la lectura con la mirada fija en un libro, audífonos puestos, música clásica para extraerme del mundo, pero no fue suficiente, no lo pude evitar, el aire olía a ti.
Salí tarde de casa, para variar, no me parecía para nada divertida la idea de ir a trabajar. Los lunes son uno de esos días en los que por más que te mentalices las cosas no cambian, siguen aburridas y obsoletas. Caminé lento, no quería llegar a la estación de tren, y cómo un flechazo divino me llegó un recuerdo, no había comprado las pastillas, hay tiempo suficiente para hacerlo después, me decía responsablemente mi cabeza, sin embargo, no la escuché, preferí hacerlo hoy, tenía el tiempo encima pero eso no importó, sólo tenía que desviarme un poco y perder cinco minutos, quizá menos.
Salí de la farmacia y ya no había nada que me impidiera huir del destino, era el primer paso que me ponía rumbo al trabajo, subí las escaleras y lentamente vi aproximarse mi tren, tenía el dinero exacto en la mano, si corría un poco tal vez lo alcanzaría, pero preferí no perder la elegancia que deseo me acompañe con dignidad,y lo dejé ir, ya vendrá el próximo.
Bajé lentamente las escaleras, no vaya a creer el operador que quiero subirme y espere como a muchos con el sonido chillante aquel que indica que te apures o se va y te deja con la nariz pegada en la puerta. Se fue, creo que entendió mis razones. Camino casi hasta el fondo del andén, es mi lugar predilecto, desde que tengo uso de razón escojo el mismo lugar y obligo a cualquiera que venga conmigo a que haga lo mismo.
Sentada en el piso, saco mis audífonos y escojo música relajante, perfecta para ser acompañada de un libro de crónicas como el de Mario Vargas Llosa que traigo en la bolsa conviviendo con la libreta de tareas y la agenda personal, qué historias se habrán contado ya.
Me sumerjo en la historia y me olvido por unos momentos del exterior, hasta que llega el tren, impávido y violento, con la presencia necesaria para obligarme a abordarlo. Me siento en el área de siempre, al frente, en la segunda silla al lado de la puerta, lo haría en la primera si pudiera, pero respeto el color amarillo diseñado para otros que no son yo. Ignoro a los que me rodean son solo personas más en la decoración del vagón, continúo en lo mío, no hay nada que pueda distraerme.
En menos de treinta segundos se abren de nueva cuenta las puertas, hemos llegado a la siguiente estación, que tedio, aún faltan otras cuatro estaciones para llegar a mi destino, no es necesario levantar la mirada para orientarme, hoy no quiero socializar, me limito a no levantar la mirada y seguir con lo mío.
Pero entonces, algo pasa, el corazón me da de tumbos y se acelera, hay algo en el ambiente que me impide respirar, que me extasía al límite y hace pasar ante mis ojos los momentos más sensuales de mi vida. Alguien se sienta junto a mí, no veo su cara pero su olor me es tan familiar, ese olor a cita de medianoche en el parque cercano a mi casa, huele a almohadas limpias y a abrazo fuerte, huele a mí llorando sobre un hombro protector o a diversión sobre ruedas por las calles empedradas de la colonia. Mi estómago se revuelve, no sé si de emoción o de miedo, miro los zapatos de mi vecino de asiento, son unos tenis de color plata y detalles en azul, desgastados cruelmente y con las cintas perfectamente anudadas, una mano fuerte y conocida golpea delicadamente mi libro –me estás espiando verdad-.
Era aquel hombre que un mes antes terminó conmigo una relación de más de ocho años, aquel que aún me eriza la piel y que me cuesta tanto sentir lejos e inalcanzable, aquel que aún me manda mensajes por las noches para desearme dulces sueños y que sigue al pendiente de lo que me pasa o de quién pasa, aquel mismo que según sus razones, necesita tiempo para él y para su carrera, tiempo de distancia para saber si soy la indicada para quedarse en sus sueños por el resto de la vida, tiempo para conocer algo que ni él mismo sabe si exista.
Sonrío y divertida le digo –¿cómo te diste cuenta?- de un solo impulso cierro el libro sin dejar el separador donde debería, le doy un beso rápido en la mejilla, estoy dispuesta a escucharlo y él no hace otra cosa más que sonreír. Ahora puedo elevar el rostro y mirarlo a la cara, observo uno de sus audífonos colgando de la oreja, seguro que trae su ipod nuevo, el que compró gracias a las múltiples peticiones que le hice, que está bien padre, que te va a gustar, que te servirá más que el MP3 que traes, el mismo que bauticé con una lista de canciones románticas y representativas, y que regresé a su dueño junto con un beso intenso de bienvenida. Mete la mano al bolsillo derecho de su pantalón y saca un artefacto pequeño, efectivamente, era el mismo.
-¿Cómo estás?- quizá sea la pregunta común en estos casos pero no supe que más decir para romper el silencio, había tantas cosas que soñaba contarle, todo lo que me había pasado últimamente y que por orgullo evité llamar a su casa para hacérselo saber. Las respuestas fueron cortas y bien estructuradas, pero daban pie a más preguntas, para mi fortuna esto evitaba los incómodos silencios que no quería que ocurrieran.
Las puertas seguían abriéndose, ahora más rápido que al inicio, una vez más desee no ir a trabajar, quería que ese momento fuera eterno, -vas tarde a trabajar- me dijo, -y tú vas tarde a la Universidad- ahora éramos dos huyendo de las responsabilidades. Tomó el libro que cerré segundos antes y que aún permanecía en mis manos, sus dedos largos y varoniles rozaron los míos, pequeños y temblorosos. Recordé que mis uñas estaban desteñidas, y es que infantilmente me dediqué a quitarles el esmalte con los dientes algunos días antes y así como otras personas, siempre condenó mi gusto culposo por morderme los dedos. Encogí los dedos y los oculté lo mejor que pude, pero después de casi una década es difícil engañarlo, tomó mi mano y la extendió en la suya, -hay niña, no te da pena- mi cara lo dijo todo, no lo podía disimular.
Se acercaba el momento, mi destino era inevitable y ahora el silencio prolongaba mi angustia, estaba a punto de llegar a la estación y mi acompañante me lo recordó con un codazo en las costillas, mi risa surgió y la suya también, eso lo hacía siempre después del sepulcral silencio de una riña o cuando el tema de conversación no daba para más, siempre con el mismo objetivo, quería hacerme sonreír.
Tomé mis cosas y las guardé rápidamente, voltee de nuevo mi cara hacia él y le desee suerte, un beso en la mejilla dio fin al cruce de palabras, me levanté del asiento, avancé un par de pasos y miré lo que había dejado atrás, él seguía mirándome y seguía sonriendo, regresé con un impulso de felino, tomé su rostro entre mis manos y besé lentamente sus labios, él levantó una de sus manos y tocó mi cabello mientras con la otra detenía autoritariamente el tiempo.
Separándome de a poco abrí los ojos y él lo hizo después, sonrió y me dijo adiós con la mirada, caminé sin hablar hacia la puerta que sólo esperaba por mí para cerrarse, salí del andén, subí las escaleras corriendo, no sé en qué momento salí del subterráneo y llegué al parque, continué la carrera hacia la parada del camión, mi corazón palpitaba fuertemente, no lo podía creer, me sentía como adolescente besando al niño más popular de la escuela, hace un mes lo besé también y no sentí esto, estas ganas inmensas de no dejar de sonreír.
Llegó mi camión y lo abordé de un brinco, no tenía control de mí, todo parecía confuso, traté de controlarme antes de llegar a trabajar. No quería que mis compañeros me invadieran con preguntas que no podía ni quería contestar.
Cuando mi corazón en medio de los recuerdos y sobresaltos logró reponerse, y a tan sólo un timbre de bajar del autobús, algo en mi bolsa me llamó a gritos, era mi celular que proclamaba a los mil vientos la llegada de un mensaje, tenía el nombre innombrable por remitente y la misma foto romántica que no he eliminado del contacto...
“Escápate una hora, te invito un café”.